domingo, 5 de enero de 2014


El genio de Sir Isaac y la naturaleza de la luz



Aberración cromática en un telescopio galileano.
A mediados del Siglo XVII, la física o la filosofía natural, como gustaba de ser llamada por entonces, había atraído la atención de miles de aristócratas (los únicos con acceso a una educación digna) a ambos lados del charco atlántico, especialmente en un Reino Unido que empezaba a perfilarse como potencia mundial conforme la decadencia del imperio español comenzaba a atisbarse en el horizonte. Una de las razones de este súbito interés fue el descubrimiento, pocas décadas antes, de que existían objetos que orbitaban alrededor de cuerpos distintos a la Tierra o al Sol, rompiendo definitivamente la doctrina mágica ligada al geocentrismo y demostrando que era posible acercarse a la descripción del Universo a través del raciocinio y la experimentación.
Este logro, llevado a cabo por Galileo Galilei, fue posible gracias a la invención por parte de este, aunque la historia aún duda de su autoría real o accidental, del telescopio refractor, una herramienta óptica que permitía ampliar considerablemente la imagen de objetos muy lejanos, como son los astros del Sistema Solar, mediante el uso de únicamente dos lentes: la primera de ellas, denominada objetivo, de aumento, similar a la de una lupa; mientras que la segunda, denominada ocular, era exactamente lo contrario, empequeñecía los objetos al mirar a través de ella. Estas dos lentes, colocadas de una manera concreta, permitían construir un dispositivo óptico capaz de aumentar varias decenas de veces las imágenes de la Luna, de Júpiter o de las lunas de este gigante gaseoso.
Sin embargo, el telescopio galileano presentaba varios problemas difíciles de superar para la época. El primero, de tipo ingenieril, pues no existían técnicas artesanas capaces de fabricar lentes más allá de cierto tamaño, lo que limitaba la cantidad de luz que el telescopio puede colectar y por tanto impedía que se observasen objetos más lejanos. El segundo, sin embargo, mucho más curioso.

Configuración de un telescopio de Galileo. La lente de la derecha (aumento) es el objetivo, la de la izquierda (reducción) es el ocular.
Al observar objetos lejanos a través del ocular del telescopio, y por tanto, utilizando el máximo nivel de aumento posible; ocurría una cosa muy curiosa, y es que los colores en la imagen observada se distorsionaban de tal manera que uno de los lados de la imagen se teñía de rojo mientras que el lado opuesto lo hacía de azul, dando lugar a un efecto indeseado que impedía apreciar pequeños detalles en la imagen. Quizás fuese este efecto, conocido como aberración cromática, una de las razones que llevase al más famoso físico inglés de todos los tiempos, Isaac Newton, a investigar la naturaleza de la luz y de los colores, dando nacimiento al campo de la óptica.
En su libro, titulado “Opticks: o un tratado de las reflexiones, refracciones, inflexiones y colores de la luz”, el inglés no sólo enuncia las leyes de la reflexión y refracción de los rayos de luz, que modernamente conocemos como óptica geométrica, sino que también resuelve el problema de la aberración cromática aludiendo a la naturaleza de la luz misma. Lo que Newton descubrió era que la luz de Sol, y por tanto prácticamente toda la luz del Sistema Solar, estaba compuesta en realidad de varios rayos de colores que se mezclaban para dar lugar a un haz de color blanco. Haz que, a su vez, se podía descomponer haciéndole atravesar un material transparente, como el vidrio del que están hechos una lente o un prisma, debido a que cada color salía desviado con un ángulo distinto, mucho mayor el del azul que el del rojo.
Lo que Newton había descubierto con este sencillo experimento sobre la naturaleza de la luz del Sol era lo que a día de hoy llamamos índice de refracción, una propiedad de los materiales que determina cuánto se curva un haz de luz al atravesarlos y que ¡¡varía con la longitud de onda!!, es decir, con el color. Por supuesto, estas variaciones son muy pequeñas en la mayoría de los materiales pero suficientes como para que se noten cuando estamos observando una imagen suficientemente ampliada, como en el caso de observar a través de un telescopio. Así, Newton había descubierto el origen de la aberración cromática y, ni corto ni perezoso se dispuso a solucionarla construyendo su propia versión de telescopio.
La idea del inglés para solucionar la aberración cromática era lo que podríamos calificar de “fuerza bruta”. Puesto que la aberración aparecía al atravesar la luz las dos lentes del telescopio, eliminemos las lentes. Para ello, aprovechó otra propiedad de la luz que había venido a demostrar en su tratado, aunque se conocía desde mucho antes, como es el hecho de que se pueden construir espejos de aumento dándole a la superficie reflectora una forma esférica (realmente parabólica, pero hace falta un espejo relativamente grande para apreciar la diferencia… y es mucho más complicado fabricar una parábola). Así, Newton sustituyó el objetivo del telescopio galileano por un espejo esférico, que denominamos espejo primario, y decidió seguir usando una lente como ocular, puesto que esta podía ser mucho más pequeña y no introducía una aberración tan exagerada como si se utilizaban dos lentes. Además, y pese a que el primer prototipo de Sir Isaac apenas medía 5 centímetros de diámetro y daba unos modestos 35 aumentos, es mucho más fácil fabricar un espejo que una lente, entre otras razones porque sólo hay que pulir una cara, y en pocas décadas los telescopios con espejo alcanzarían tamaños impensables para los reflectores, sobrepasándolos en un orden de magnitud.
Sin embargo, surgía un problema, y es que, como todos os habréis dado cuenta, para ver lo que se refleja en un espejo hay que ponerse frente a él y, por tanto, tapar la fuente de luz y el objeto que se quiere observar, lo cual tira por la borda nuestro objetivo fabricar un telescopio. Pero el ingenio de Newton era inmenso y dió con la solución perfecta para este problema, que se convirtió en el verdadero detalle clave del telescopio tipo Newton. Simplemente colocó un segundo espejo (al que evidentemente se denomina como espejo secundario), plano esta vez, que desviaba la luz reflejada en el espejo primario hacia un lateral. Así, el observador situaba el ocular perpendicular al telescopio y no interrumpía la entrada de luz hacia el espejo primario. Una solución increíblemente creativa para un problema no tan trivial.
De esta forma, el científico inglés no sólo había desarrollado uno de los primeros tratados científicos formales dando luz a un nuevo campo científico sino que se había convertido en el primer ingeniero en aplicar los conocimientos teóricos desarrollados en resolver un problema real de una manera eficiente, haciendo avanzar la tecnología de la época. Es una pena que su telescopio original ya no se conserve, pero los aficionados a la astronomía siempre recordaremos a Newton como el genio al que se le ocurrió poner ese espejito ahí dentro del tubo.
Dicen que Newton, en una carta a Robert Hooke en 1675 escribió “Si he logrado ver más lejos, ha sido porque he subido a hombros de gigantes” en referencia al trabajo anterior de muchos grandes hombres que le habían llevado a enunciar la “Ley de la Gravitación Universal”. Es gracioso pensar que, a día de hoy, todos los físicos nos apoyamos en sus hombros, Sir Isaac.

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